Ir al contenido principal

Los calcetines rojos

Manuel llevaba horas buscando un calcetín rojo, bordado a mano por una vecina de edad avanzada, con estrellas y flores. Abrió cajones, al principio con suavidad y, a medida que el tiempo transcurría, con más brusquedad. Primero apartaba cuidadosamente la ropa o los objetos para mirar debajo de ellos, después los sacaba y los lanzaba por los aires. Cuando había empezado a buscar aquel calcetín, Manuel se encontraba reluciente, recién duchado, con el pelo engominado y un traje de chaqueta extravagante, como siempre le han gustado. En aquellos momentos, sin embargo, el hombre de pelo cano y rostro anguloso se hallaba con los labios apretados, los ojos entrecerrados y el ceño fruncido.

-¿Dónde estás, maldita sea? ¿Es que os habéis peleado? Tengo a tu par, idiota -profirió con voz grave sin prestar atención a la ventana abierta y a la pareja que paseaba justo al lado de su piso, el cual se situaba en la planta baja.

Un pitido incómodo procedente de su móvil sonó anunciando que pronto comenzaría su actuación y que debía salir de su apartamento. El hombre emitió un gruñido, cogió su sombrero alto, se ajustó la pajarita, secó el sudor de su frente con un pañuelo de tela y salió de su casa cerrando con llave. Llevaba en el bolsillo una pequeña edición de un libro que había escrito sobre juegos de magia, el cual sacó al montar en el taxi para buscar aquel que se titulaba "el calcetín rojo" con el fin de dar con una solución a la ausencia del otro par. 

Manuel dejó pasar las páginas ante sus ojos sin hallar rastro alguno de aquel calcetín, de ese juego de magia que se suponía que iba a llevar a cabo. Introdujo su mano en el otro bolsillo para extraer de él el otro calcetín, apretando los labios y frunciendo el entrecejo al no encontrar nada. Se deshizo del cinturón de seguridad cuando el taxista se detuvo y buscó por todas partes aquel calcetín.

Finalmente, resignado, bajó del vehículo, pagó el importe correspondiente al conductor y se dirigió al edificio en cuyo interior actuaría.

-Eh, Manuel, ¿qué te ocurre, amigo? Están todos esperando y has tardado en llegar.
-No encuentro mis calcetines.
-¿Cuáles?
-Los rojos.

Miguel, el joven que se había acercado a él con cara redondeada y expresión viva, le miró con benevolencia mientras Manuel pasaba de largo y comenzaba a subir las escaleras. Luego, esbozó una sonrisa y suspiró.

-Manuel.
-¿Qué?
-Los calcetines.
-¿Qué pasa con ellos?
-Que los llevas puestos.
-¿Qué tonterías dices?

El hombre levantó un pie y se apartó lo suficiente el pantalón, comprobando muy a su pesar que su joven amigo tenía razón. Resopló y le miró con crudeza.

-Como esto salga de aquí, te enteras.
-No hay problema.

Manuel siguió subiendo las escaleras, alejándose de la risa de aquel joven que siempre encontraba algún motivo para divertirse a su costa. O, visto de otro modo, allí estaba Miguel, observando cómo se alejaba su viejo amigo, preguntándose entre risas cómo conseguía darle siempre algún motivo para sonreír, sin importar que el resto del día no hubiera sido precisamente un éxito.

El hombre de pelo cano salió al escenario y fue recibido con un caluroso aplauso. Carraspeó y, cuando se hizo el silencio, inició su actuación.

-Me he llevado horas buscando mis calcetines rojos, ¡horas! He puesto patas arriba toda la casa para darme cuenta, al llegar aquí, de que los tenía puestos desde el principio.

Una carcajada general y aplausos fue la respuesta que le dio el público. Manuel sonrió, se deshizo de su sombrero y dio comienzo al espectáculo. Miguel, mientras disfrutaba del encanto de la magia y la comedia tan bien llevada de su amigo, pensó en lo que había aprendido a lo largo de los años a su lado, siempre con sus despistes, siempre utilizándolos en el escenario. No importaba si las circunstancias le hacían estar de mal humor, pues sabía aprovecharlas para, al acabar la jornada, poder decir "hoy ha sido un buen día". Eso es lo que hacía grande a Manuel, lo que enseñaba cada semana, lo que hacía que Miguel le admirara cada vez que los focos de luces se centraban en él, convirtiéndose en el protagonista de su vida.

María Beltrán Catalán (Lady Luna)

Comentarios

María (LadyLuna) ha dicho que…
¡Hola!
Siento la demora, pero el fin de carrera me tuvo bastante ocupada y no he parado en todo el verano de hacer cosas, por lo que he pasado poco tiempo frente al ordenador.
Como novedad en mi vida, ¡puedo decir que ya soy pedagoga!
Espero que os haya gustado este relato. ¡Poco a poco me iré pasando por vuestros rincones!
Un abrazo.
Noelia ha dicho que…
Y supongo que son exactamente eso lo que hace que Manuel sea tan GRANDE, ya no como mago o persona conocida, sino como persona ante todo ;)
Toñi ha dicho que…
cierto es que que todo lo que sucede en nuestra vida te va dejando una huella y depende de cada uno de nosotros el que sepamos hacerla buena aunque en un principio lo veamos como lo pero del mundo.El mundo es una gran escuela y tenemos que estar bien despiertos para aprender cada día cosas nuevas.Un beso cariño.
Xevi CG ha dicho que…
¡Buenas noches!
Encantado de volver a leer tus relatos. Sin duda una actitud abierta y positiva es esencial para afrontar los retos y dificultades, un gran paso para ser felices, con calcetines rojos o sin ellos ;)

Te envío un nuevo abrazo mimoso! :)

PD: Estoy convencido de que serás (eres) una gran pedagoga! ^_^
José Florentino ha dicho que…
Muy, pero que muy buen blog al que me suscribo con mucho gusto. Enhorabuena y ánimo, sigue adelante y no dejes nunca de perseguir tus sueños.
icarina_juan ha dicho que…
Magia........tal vez la magia es todo aquello con que hacemos sonreír a los demás. Tal vez así de sencillo, tal vez así de complejo.

Felicidades de nuevo....por tu magia. Besos!!

Entradas populares de este blog

Demetrio, un sapito agradable

¡Hola! Hoy os voy a contar una historia bastante curiosa sobre un sapito llamado Demetrio. Demetrio era muy grande, verde y con manchitas más oscuras en su piel. Tenía unos enormes ojos, aunque siempre estaban cansados y los párpados quedaban a mitad de sus pupilas casi. Su boca era grande, muy grande, y sus patas, cuando se estiraba, larguísimas. Había salido a pasear por el parque cuando un niño pequeño le vio. Entonces, corrió hacia él, alejándose de su padre, para darle un beso fugaz y volver a los brazos de quien había abandonado por un instante. Sus mejillas se hicieron redonditas. Os estaréis preguntando ¿No se puso colorado? Pues no; le crecieron las mejillas. Sí. Cosas de sapos. Resulta que esa mañana yo también había salido a dar una vuelta por el mismo sitio que él, y me lo encontré echado en un banco, suspirando. Se me ocurrió pensar que igual se sentía triste, así que le saludé. -Hola señor sapo. -Hola señora humana. -Puede llamarme Toñi. -Demetrio. -¿Por

La fuente y sus historias

-No puedo describir con palabras las sensaciones que vivo cuando vengo aquí. Los tiempos, la gente, las calles... todo ha cambiado -dijo el anciano, saboreando un aire de nostalgia al respirar profundamente. -¿Por qué sonríes, pues? La Font de Dins, Onda (Castellón) -Esa fuente, la Font de Dins. Las risas, las bromas, todo sigue ahí, con ella. ¿No es fantástico saber que hace ochenta años alguien veía lo mismo que tú ves ahora? Puedes imaginar la historia que quieras; es posible que encierre alguna realidad. -Al hablar, parecía estar en otro mundo, en otra época, en otros ojos, ¡quién sabe dónde! -Por ejemplo... ese trío de ancianos de aquella mesa, que beben y charlan. Dos de ellos son primos y solían jugar a cubrir con sus manos los orificios de la fuente cuando alguien se disponía a beber, de manera que, cuando el sediento ya tenía un pie en la fuente, otro fuera y agachaba la cabeza, el agua salía con tanta fuerza de repente que perdía el equilibrio y caía al agua.

Mi Navidad

Apenas faltaban unas horas para la Noche Buena. Mis vecinos habían insistido en invitarme a las cenas con sus respectivas familias, para celebrarlo, pero yo hacía tiempo que no tenía nada por lo que brindar. Mi familia se había ido reduciendo cada año, pasando de ser veinte personas alrededor de la mesa, a verme completamente sola. Supongo que es normal; una anciana como yo, sin hijos ni nietos. La gente parece feliz, incluso quienes no lo son, lo fingen. Las calles se visten de luces de colores para recordarme que el mundo está de fiesta, que yo no estoy invitada a ella. Es triste. Aquella noche ni siquiera preparé la cena. Echaba de menos la sencillez de la que preparaba mi hermana; en paz descanse su alma. Me acosté, intentando mantener la mente alejada de los villancicos navideños. Al día siguiente me levanté, como siempre. Mientras desayunaba, pensé en el consumismo masivo de estos días festivos. La gente no se planteaba si creía o no en la historia de Jesús, en los Reyes Magos,