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Amor sin calendario

La primera vez que la vio, estaba sentada en una butaca frente a la puerta de su piso leyendo un libro. Llevaba la nieve por sombrero, sin ocultar el invierno de quien ha vivido todas las estaciones. Vestía una elegante prenda elástica que se ceñía al torso de su figura y dejaba más a la imaginación la silueta de sus piernas. Los rumores hablaban de una mujer soltera, no viuda, que desafiaba la decencia contrariando la apariencia que se esperaba de una mujer de más de ochenta años. Ella, sin embargo, hacía caso omiso de esas lenguas y seguía siendo ella: sin tintes, sin maquillaje, sin vestidos de colores oscuros ni zapatos con los que no podía andar sin lastimarse. Asistía a clases de baile, reía con otros hombres y, luego, como siempre, regresaba a su hogar donde la paz y un animal de compañía aguardaban pacientes su regreso. En un pueblo se sabe todo, pero para él, ella continuaba siendo un misterio.

Aquella noche, todo fue distinto. Cuando Vicente salía a pasear con la brisa nocturna y pasó por su calle, la butaca estaba vacía y a sus pies no se encontraba el pastor alemán que, también canoso, convivía con ella. Prosiguió su camino y, los rumores, como siempre, lanzaron hipótesis en forma de afirmaciones sobre su estado. Escuchó que se encontraba indispuesta, que había enfermado, que unos hombres habían venido a recogerla para institucionalizarla... De regreso, Vicente se detuvo frente a la puerta de su enigma, preguntándose, haciendo filosofía sobre si no se estaría comportando como las demás personas del pueblo, curioseando y juzgando vidas ajenas, comentando sucesos imaginarios. Alzó la mirada y encontró en el océano celeste una luna llena, radiante. Gracias a ella había podido pasear por el sendero de montaña que no se hallaba iluminado con farolas. Su mente divagó largo rato por recuerdos y escenas que nunca habían ocurrido. Fue un sollozo lo que hizo despertar a Vicente de su ensoñación. Provenía desde el interior de la casa, no tenía derecho a invadir la privacidad de aquella señora, pero la puerta abierta fue tentación suficiente para que Vicente subiera los escalones con su bastón y llamara con dos golpes suaves de nudillo.

Jamás hubiera esperado encontrarse con aquella visión. El cabello, despeinado como siempre, se encontraba húmedo como nunca. Y ella, hermosa como siempre, se hallaba sentada en una silla de ruedas. El animal apoyaba su cabeza en la rodilla de su dueña cuando ésta se percató de la presencia de un extraño. Apartó entonces al animal y, furiosa, pidió soledad. Pero Vicente no quería irse, no quería hablar de ella, no quería saber lo que le había ocurrido; llevaba años contemplándola como un ángel inalcanzable y en ese momento ella se sentía triste.

−Me iré, si es lo que deseas –respondió, no obstante.
−Ya puedes ir a contar por ahí que un coche conducido por un joven que acababa de salir de una fiesta me atropelló, que ya no habrá bailes, ni risas, ni salidas. Diles que seré como ellas, una más cuya única diversión es hablar sobre la vida de las demás.
−Ellas no te conocen.
−No, no me conocen.
−Tú tampoco a ellas.

La mujer rompió a llorar, cubriendo con sus manos el rostro más hermoso que había visto Vicente en su vida. Habría besado sus lágrimas siguiendo el sendero de sus arrugas, pero no era ese el momento para pensar en sí mismo.

−No pretendía...
−¡Maldita sea! Mi vida no tiene sentido.

Vicente cruzó el umbral de la puerta con su bastón, entrando en la casa de aquella señora. Nunca se le había dado bien hablar con mujeres, ni siquiera con los hombres. Educación es lo que le habían enseñado, nada más. ¿Qué podría consolar a alguien que ha perdido aquello que le hacía feliz? Entonces recordó a su esposa, fallecida por la terrible enfermedad del cáncer hacía décadas.

−Eres la misma persona que hace una semana leía un libro en su butaca, con su vestido elegante... La vida no nos ha sido fácil, pero hemos sobrevivido a muchos cambios inesperados en nuestros días. Eres más fuerte que esto. Seguro que hay cosas que te gustaría hacer y no las has hecho todavía; ahora tienes la oportunidad.

La mujer miró al hombre. Llevaba un traje de chaqueta y un sombrero, como todos. Qué sabría él sobre su fortaleza, sobre oportunidades cuando se pierde algo que se ama, como las piernas, como una amiga... Vicente pensó que quizá ella no se habría enfrentado a grandes pérdidas, como un hermano, como el amor de toda una vida, pero decidió no emitir juicio. Ella, sin embargo, pareció ponerle a prueba.

−¿Ah, sí? ¿Y si eso que me gustaría hacer es subir a la montaña para ver las estrellas, sin luces artificiales, sin mentiras ni etiquetas?

Vicente dudó sobre si hablaba realmente de las estrellas o se trataba de una alegoría sobre algo distinto: la gente, él, o incluso ella misma. 

−¿Es eso lo que quieres? ¿Ver las estrellas en la montaña?
−Sí, todas las noches. A partir de hoy. Y, mira por donde: no puedo. Ya puedes irte.
−¿Y si te contradigo? ¿Si te digo que sí puedes?
−¿Me vas a llevar? ¿Un viejo con un bastón? –rió despectiva. –Venga, por favor...

La mujer observó al hombre marcharse sin decir palabra. Otro como tantos. Palabras vacías, burlas encubiertas con una capa de educación e interés. Ana del Rosario no salió a su butaca en las noches venideras; tampoco se vio a Vicente pasear por el pueblo. Los rumores volvieron a la carga, esta vez también por él. La mujer, sin embargo, fingía no interesarse por la vida exterior. Alimentaba a su pastor alemán, pedía por teléfono la compra y se había olvidado de la pequeña flor de su maceta, que siempre había adornado su ventana. Sobrevivir, eso era lo que le tocaba.

Pasaron semanas, quizá meses. Ana del Rosario había dejado el calendario sin usar desde el fatídico día. El reloj de la cocina se había quedado sin pilas, pero tampoco le importó. Contar el tiempo ya no tenía sentido. Nadie sobrevive a la muerte y había asumido que ese momento llegaría más pronto que tarde. Ni siquiera supo que acababa de cumplir ochenta y dos años.

Una noche, sin embargo, un golpe en la puerta sobresaltó a Ana del Rosario, que abrió la puerta y se sorprendió al ver allí al hombre de la otra noche. Éste dejó a un lado el bastón, se colocó tras ella y empujó la silla con suavidad al exterior de la casa. 

−¿Qué haces? ¿A dónde me llevas? No me he duchado, huelo mal.

Vicente hizo caso omiso a las quejas de Ana del Rosario. Había estado ejercitándose y practicando para poder cumplir aquello. En silencio, caminó por las calles empujando la silla de ruedas, ignorando los comentarios de las vecinas y vecinos. El pastor alemán caminaba junto a su dueña, fiel como el mejor de los amigos. Al cabo de media hora, sentía los brazos cansados, pero era más fuerte su voluntad y no desistió. Ana del Rosario se dejaba llevar en silencio, llegando a colaborar en el paseo con sus manos cuando percibió el esfuerzo en el hombre.

−Ya casi hemos llegado.

Se salieron del camino y se dirigieron a la más pequeña de las montañas. Un monte en el que alguien había habilitado un camino liso. Vicente prendió una linterna. Ana del Rosario agradeció la presencia de su compañero animal, ya que la noche en un bosque junto a un extraño parecía sacada de una novela de suspense o de terror. Él le daba tranquilidad, pese a las veces que se había repetido que su vida ya no tenía sentido y, por tanto, no debía temer nada. Vicente, por su parte, agradeció que la mujer no rechazara el paseo ni el desvío, sino que se dejara llevar por él, ya que de lo contrario no habría podido enseñarle lo siguiente...

Ana del Rosario se frotó los ojos cuando llegaron a una explanada, tras haber pasado un rato subiendo por el camino de madera. Alguien había colocado pegatinas brillantes con forma de estrellas y lunas en los árboles que rodeaban el claro.

−¿Pero qué...?
−Mira arriba –interrumpió el hombre.

La mujer obedeció y fue testigo del paisaje más hermoso que había contemplado en su vida. Puntitos blancos parpadeaban a lo lejos, en la inmensidad de un universo en el que también estaba ella, en el que también estaba él. Bajó la vista y observó las pegatinas. El hombre se sorprendió cuando la escuchó llorar.

−Pe-perdona, no quería... yo pensé... –empezó, nervioso, mientras sacaba un pañuelo de su bolsillo y se lo ofrecía a la mujer, situándose frente a ella. –Te llevaré de vuelta y no volveré a molestarte.

El perro emitió un ladrido y Vicente se dispuso a colocarse de nuevo tras la silla, para devolver a Ana del Rosario a su casa, pensando que aquella idea había sido un error. Sin embargo, la mujer agarró su mano y clavó sus ojos azules en los suyos, marrones como la tierra mojada. Ana del Rosario observó por primera vez al hombre, al intruso, al extraño. Tendría unos setenta y cinco años, el pelo cano peinado hacia atrás, el sombrero a juego con el traje, esta vez sin corbata y esta vez con botines. Olvidó por primera vez la asociación entre los trajes y la maldad, la perversión, que podían habitar en un hombre educado. 

−Me llamo Ana del Rosario.

Vicente relajó sus músculos y Ana del Rosario casi pudo percibir un atisbo de sonrisa en la expresión de su rostro, apenas visible en la oscuridad.

−Me llamo Vicente.
−¿Soltero?
−Viudo. Sé lo que es perder la fuerza de la vida.
−Gracias.
−¿Por esto?
−Por compartir esa fuerza conmigo.

Aquella noche supuso un giro en la vida de ambos. Ana del Rosario rehízo su vida, salía a pasear, jugaba a las cartas e incluso alguna vez la vieron encestar un balón frente a los ojos atónitos de los jóvenes del pueblo. También cambiaron las circunstancias de Vicente, que había encontrado un nuevo amor tras décadas de luto. A veces ella acudía a casa de él para visitarle, y todas las noches acudía él a casa de ella para visitarla. 

−Te amo así –le dijo Vicente en una ocasión a Ana del Rosario, recordando sus palabras. Se hallaban en la cama, él sobre ella, la luz de la luna llena entrando por la ventana y una sonrisa radiante en el rostro de ambos. –Sin luces artificiales, mentiras, ni etiquetas.

Ana del Rosario acarició el rostro de Vicente, recorriendo con su índice las arrugas que se pronunciaban con su sonrisa.

−Te amo así –respondió ella, –sin complejos.
−Te amo así –prosiguió él, colocándola a ella encima –auténtica y ligera, liviana y natural.
−Te amo así –susurró ella, acercándose para quedar a unos centímetros de sus labios –tal y como eres, con tu alma y con tu piel –concluyó, culminando la frase con un beso suave, tierno, aprendido y soñado en tantas novelas leídas sobre el amor.

Autora: María Beltrán Catalán

Comentarios

María (LadyLuna) ha dicho que…
Hola queridísimos lectores y querídisimas lectoras:

El trabajo que he estado realizando sobre la psicología del envejecimiento y la calidad de vida me ha regalado un momento de inspiración para escribir este "Amor sin calendario". ¡Espero que os guste!

Al igual que Vicente sorprendió a Ana del Rosario saliéndose de sus esquemas y prejuicios sobre los hombres, así me han sorprendido a mí algunas de las personas que he conocido a lo largo de mi vida. Ejemplo de ello son mis compañeras y compañeros de clase en Córdoba, el personal de conserjería y el profesorado en general, que han ido contra mis esquemas, demostrándome que el compañerismo desinteresado es real y existe más allá de los libros que estudiamos a lo largo de las carreras universitarias. Por ustedes va este cuento.

Agradecimiento y dedicación especial y evidente a David, por aquella noche que me llevó a la montaña a ver la estrellas, sin decirme a dónde íbamos, después de haberme cabreado por no recuerdo qué tontería. Cuatro añitos juntos llevamos ya, ¡y los que nos quedan! Gracias por todos los momentos mágicos, de cuento de hadas, que me sigues regalando.

Y, por supuesto, no puedo olvidar mencionar en el agradecimiento a todas las personas que me dedican un ratito de su tiempo para leer lo que escribo, especialmente a las más fieles: ¡ustedes saben quiénes son!

¡Un abrazo y gracias por todo!
PD: ¡Te amo David!
Marilyn Recio ha dicho que…
Bella historia de amor, sin fecha en el calendario.


;o)
Juan A. ha dicho que…
Pero los calendarios son tan obstinados.
Noelia ha dicho que…
Gracias por llevarnos a una historia tan bella, por regalarnos en forma de letra un poco de esa magia tan impagable y especial que tan bien has sabido plasmar en Vicente y Ana...
Gracias de verdad por este regalo ;)
Sese ha dicho que…
Precioso relato, y es que no hay paraíso perfecto sin alguien con quien compartirlo, no hay infierno posible si tienes alguien a tu lado.

Disfruta de esos paraísos
ebel. ha dicho que…
Hermosa historia de Amistad y Amor.

Y ¡Felicidades para tí, por esos cuatro años de Amor!

Ebel.
Anónimo ha dicho que…
Que fácil es cuando estamos en el abismo, perder fuerzas, y dejar que el silencioso destino nos lleve a cuestas..
Siempre existe este amor, sencillo, pero un amor que nace desde el corazón, un amor no pasajero, un amor que no busca cosas terrenales, sino que ama lo que no se ve..
Que difícil es dejarnos llevar por este amor, confiar, cuando creemos haberlo perdido todo.

Gracias por compartir, no solo una hermosa historia de amor, sino de fe y esperanza.
Anónimo ha dicho que…
Que fácil es cuando estamos en el abismo, perder fuerzas, y dejar que el silencioso destino nos lleve a cuestas..
Siempre existe este amor, sencillo, pero un amor que nace desde el corazón, un amor no pasajero, un amor que no busca cosas terrenales, sino que ama lo que no se ve..
Que difícil es dejarnos llevar por este amor, confiar, cuando creemos haberlo perdido todo.

Gracias por compartir, no solo una hermosa historia de amor, sino de fe y esperanza.
Esperanza Luque ha dicho que…
Echaba de menos pasarme por tu blog, ¡me ha encantado! :D

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