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El asesinato de Sara

Planteamiento del caso

Jamás imaginé que una fiesta pudiera convertirse en el escenario de un crimen. Nunca habría admitido la posibilidad de presenciar una tragedia como aquella. Y, sin embargo, ocurrió. Ojalá no hubiera sido así.

El sonido de la música pop del momento llenaba los rincones del gran patio de recreo en el que nos encontrábamos. Chicas y chicos bailaban en un escenario de forma descoordinada pero bienintencionada. Había risas, comida, bebidas, alumnado, familiares y profesorado. También se podía encontrar divertimento en la Casa del Terror que preparaban cada año los alumnos y alumnas de bachillerato. El fin de aquella fiesta era recaudar fondos para la construcción de un colegio en Bolivia.

—Algunas personas con tanto... ¡y otras con tan poco! 
—Anímese, padre. Hoy se pretende compartir ese tanto con quienes tienen tan poco —respondí al sacerdote.

Una chica se acercó a nosotros. Recordaba haberla visto de casualidad por algún pasillo pero nada más. Parecía reservada, inteligente y solitaria. Le dijo algo al padre Nicolás y ambos se marcharon hacia el interior del edificio. Me encogí de hombros y me acerqué al escenario. Un chico, micrófono en mano, hizo una declaración de amor.

—Sé que estás ahí escondida, como siempre, pero te quiero. ¡Este baile va por ti! —Me reí. Irene, mi alumna predilecta, se sonrojó. 

Los bailes iban subiendo de nivel acorde a la edad de los participantes. Al comenzar el segundo ciclo de secundaria, la inclusión de acrobacias despertaba la admiración de los presentes.

—No debería perderse esa valentía. —Al girarme vi a mi buen amigo Nicolás—. Me marcho a casa. Sabes que estoy viejo y me gusta rezar tres rosarios antes de acostarme...

La despedida fue breve; parecía inquieto y no quiso responder a mi pregunta sobre su bienestar. Luego, me dirigí a la barra del bar improvisado para hablar con los colegas. No tenía especial amistad con ninguno de ellos, aunque probablemente se debiera a que llevaba poco tiempo trabajando allí. 

Apenas media hora después ya anochecía y Andrea, una chica rechoncha, buena pero de bajo rendimiento académico, corría a gritos hacia nosotros. Tenía la respiración agitada y lloraba alarmada. 

Lo siguiente que recuerdo y veo cada vez que cierro los ojos es la ambulancia llegando al centro escolar, la policía y el cuerpo inerte de Sara, aquella niña tímida a quien apenas había visto de soslayo en los pasillos. Después del suceso todo el mundo repetía su nombre como un mantra, un nombre antes invisible, desapercibido, en aquel lugar. El alumnado lloraba la pérdida de una compañera. Irene y Marcos, sensiblemente afectados, se sobreponían lo suficiente para consolar a sus iguales. Como pedagogo del centro agradecí su labor de apoyo emocional; en ese momento no me encontraba en mis mejores condiciones.

No tardaron en determinarlo: había sido un asesinato. Fue un duro golpe para toda la comunidad educativa. Yo estaba en shock, incapaz de reaccionar, hasta que detuvieron a mi buen amigo Nicolás como principal sospechoso. Me derrumbé. Sentía que estaba dentro de una película de terror de la cual ansiaba, y no sabía cómo, escapar.

«Sacerdote detenido por asesinato de un menor», «El abrecartas, la sangre y el sacerdote: una trama criminal», «Todas las pruebas apuntan a un solo culpable», rezaban los titulares de los periódicos y telediarios.

Era imposible. Nicolás había entregado toda su vida a los demás como misionero y regresó solo cuando la Iglesia Católica le forzó a hacerlo por cuestiones de salud. Una persona así no podía matar. Y si no supe verlo siendo el orientador, ¿fui cómplice? Ese pensamiento martilleaba mi cabeza continuamente. El tiempo de duelo oficial de dos días en el centro terminó y todo simulaba volver a la normalidad, pero no era cierto: había una chica asesinada que no volvería a clase.

—Ha llegado la familia de Sara —me informó entonces la directora del instituto.

Necesité respirar centrando mi atención y esfuerzo en ello para no marearme. En la agenda tenía anotada la reunión con la familia, pero no la esperaba después del suceso. Tras entrar en mi despacho, pasaron eternos segundos antes de que alguno de nosotros iniciara la conversación.

—Siento muchísimo... todo lo ocurrido. Si puedo hacer algo por ustedes...
—Sabíamos que nuestra pequeña... —La mujer pelirroja, de tez blanca y pecas salpicadas en las mejillas, rompió a llorar.
—Que no estaba bien —continuó la otra madre. Era morena, de rostro redondeado y labios carnosos. Hablaba con dureza—. Por eso pedimos la cita con usted.
—¡Y llegamos tarde! —Se me partió el alma. Ella lloraba desconsolada mientras su pareja la acariciaba con cariño sin dejar de mirarme, seria, con lágrimas rodando por un rostro decidido a algo.
—Sara llegó un día con un chicle pegado en el pelo. Otro día llegó con el libro de matemáticas roto. Y desde hacía un mes estaba muy irascible, sus notas habían descendido y no entendíamos nada. Ustedes sí, porque lo que fuera que le pasara le sucedía aquí.

No sabía qué decir. Me estaban acusando, culpando, pidiendo ayuda o las tres cosas a la vez, y yo apenas podía respirar.

—Yo... llevo poco tiempo trabajando aquí. Solo sé... Sara era una chica reservada, solitaria...
—¡Nada más lejos! —La mujer morena me imponía sumo respeto. Hablaba con autoridad pese a los dos ríos salados cayendo en cascada por sus mejillas. Entonces, la madre pelirroja deslizó su mano hacia mí con una memoria USB—. Si quiere conocer a nuestra hija puede hacerlo con las fotografías y cartas guardadas ahí.
—Le pido... por favor... —intervino quien me había dado el pequeño objeto; apenas le salía un hilo de voz—. Conózcala, a ella, su entorno, lo que la estaba matando... —Rompió a llorar de nuevo.
—La policía... —comencé sin saber muy bien qué decir.
—Usted está dentro. Usted puede averiguar qué ocurría aquí.
—Pero eso no... no va a servir para... para... —respondí, titubeante.
—No nos la va a devolver, pero sí nos ayudará a comprenderla en sus últimos meses de vida. Quizá años, no lo sabemos...
—Por favor... —terminó la pelirroja.

Vomité en cuanto las mujeres se marcharon. Y lloré. 

Iba a dejarlo pasar como si no hubiera ocurrido, como si solo fuera una terrible pesadilla, pero por respeto a la familia esa misma noche introduje la memoria USB en mi ordenador. La visión de aquella fotografía lo cambió todo para mí; las cartas, también. Sospechaba que allí ocurría algo más complejo y que Nicolás solo había sido víctima de las circunstancias, no el asesino. Antes de ser consciente de ello ya estaba decidido a descubrir la verdad.

Descripción del detective

Me pide usted que le hable de mi hermano, el pedagogo, ¿verdad? Pues es un hombre muy... suyo, particular, no sé si me explico. Siempre ha tenido una gran intuición y una excelente capacidad y habilidad para generar, en un breve lapso de tiempo, un clima de confianza absoluto. A un nivel exagerado, ¿eh? Si estás con él diez minutos le acabas contando tu existencia aunque nunca antes os hubierais visto. Sabe hacer las preguntas adecuadas, supongo.

Estudió Pedagogía porque cree que la educación salvará el mundo. Es idealista. Piensa que hay esperanza para todos, que si los delincuentes son detectados en sus factores de riesgo pueden recibir la ayuda necesaria para contrarrestar dichos factores. Bueno, palabrería extraña de la suya, esa de los factores de riesgo. Se toma muy en serio la misión que cree tener en la vida, la justicia, la honestidad, la búsqueda del conocimiento y la verdad... A veces puede ser incluso radical consigo mismo en el cumplimiento de estos valores. Es un hombre perfeccionista, ambicioso y autoexigente. Trabaja en un instituto y al mismo tiempo, de forma altruista, forma parte de un equipo de investigación de prevención de la violencia en la universidad. Es doctor en algo así como Psicología de la educación, la justicia y el bienestar social. Esta experiencia le ha dado una capacidad deductiva y un espíritu crítico que le convierte en mejor profesional aún. Además, ha formado parte de los grupos de intervención en crímenes juveniles, esos que se crearon y que duraron unos cinco años. Resolvía todos los casos y conseguía reinsertar a la mayoría de los chicos. Su vida y misión se encuentran en el trabajo, por eso tiene pocas relaciones. Si no le estimulan intelectualmente, no le sirven en su investigación o no necesitan de su ayuda, suele retirarse. Antes solía enfadarme con él por ello, hasta que le acepté tal y como es. No tiene remedio.

Toda esa fachada cubre la realidad de un hombre que, al mismo tiempo, es sensible. No soporta las injusticias; mucho menos si no puede hacer nada al respecto. En su casa no hay televisión y nunca verás en su navegador páginas de prensa. Si él no puede arreglarlo no quiere saberlo. ¿Le he dicho ya que es muy... especial? Pues eso. Y tiene miedos que no se le notan pero le aterran. El fracaso, por ejemplo. Eso le ha convertido en una persona obsesiva que consigue resolver su trabajo en cuestión de días, aunque para ello deje a un lado las horas de comida y descanso. También tiene una memoria que asusta, recuerda hasta el más mínimo detalle de un gesto, una palabra, algo que sabe que luego es posible que le sirva. A él eso no le ayuda, por supuesto. Tiene infinitud de pesadillas.

Físicamente, ya le ha visto... es alto, delgado pero de complexión atlética, algo que mantiene por su afición al atletismo. Creo que lo utiliza para soltar la frustración cuando algo no sale como él esperaba. Más que fuerza física, sabe aprovechar la del adversario: es judoca. Tiene los ojos marrones, como yo, pero más oscuros. Parecen negros. La gente suele decir que tiene una mirada muy profunda. Cejas pobladas, boca grande pero bien proporcionada con labios carnosos... Cuida mucho su dentadura. Es un poco maniático porque es capaz de oler algo a mucha distancia, por lo que habitualmente, si sale a la calle, lleva una mascarilla. Ya le he dicho que es un poco particular, ¿verdad? Tiene unas piernas largas y corre casi tan rápido como su cerebro deduce. La apariencia nunca le ha importado demasiado, así que suele vestir informal y con colores que no llamen la atención. Eso no ha cambiado: ya utilizaba esos tonos cuando éramos unos críos.

Todo esto que le estoy contando lo sé porque soy su hermano y han sido muchos años conviviendo con su forma de ser; otra persona no podría decirle mucho porque es muy reservado. De sí mismo habla muy poco. ¿Le gusta el baloncesto? ¿El ajedrez? ¿Está enamorado? No lo sabemos, ni siquiera yo. ¿Es asexual? Ni idea. ¿Homosexual, bisexual? Tampoco. ¿Cree en Dios? Sospecho que sí, pero no puedo asegurarlo. Su sentido de la verdad y la justicia, de participar en un bien más grande, me recuerda un poco a lo que solíamos oír en misa cuando mis padres nos llevaban antes de hacer la primera comunión.

¿A que es curioso cómo, siendo tan raro, consigue que cualquier persona se abra a él como le decía al principio? Los menores le adoran. Recuerdo que apenas necesitaba una hora y media con un menor delincuente para que éste siguiera todas sus indicaciones, confiando en él y en su palabra. Mi hermano solía decirme que la confianza debía ser mutua si se pretendía que funcionara. Nunca lo he comprendido porque yo no confiaría en alguien que ha robado, herido o algo peor. Con las personas que le rodean también es servicial, ayuda, dedica su tiempo, escucha y consejo, sea la hora que sea. En vacaciones suele irse de misiones. Pienso que todo eso hace que, aunque personalmente pueda chocar con sus colegas, todos le aprecien en cierto modo. Saben que es bueno, supongo, y que estará ahí si lo necesitan. Siempre ha sido así. Del mismo modo, puedo decirle que es la persona más honesta que conozco.

A veces se me viene a la mente su elevado sentido de la responsabilidad y concluyo, especulando, que su obsesión por el bien puede ser una forma de compensar algo por lo que se sienta culpable, responsable. Aprendí de él que la mente humana es un misterio, que distorsiona la realidad, especialmente si ésta es dura o hace daño. 

En fin, creo que no tengo mucho más que decirle... Ese es él. Un tipo que quizá esté huyendo de algo arreglando el mundo a su paso, dispuesto a desentrañar cualquier enigma, investigador nato y, como he dicho, con un sentido de la verdad y la justicia muy arraigados.

Resolución del caso

La pista con la que inicié mi investigación fue una fotografía. Sara acababa de mudarse y era nueva en el centro escolar. De eso hacía ya algunos años, pero incluso entonces pude ver que algo ocurría. En el centro de la foto, el alumnado se agrupaba alzando los brazos, sonriendo y mostrando ilusionado su disfraz. Sara, sin embargo, se ubicaba en una esquina, cabizbaja y con los hombros caídos, completamente apartada de los demás tan literalmente que, de haber sido cortada la fotografía por ese lugar, nadie hubiera notado que faltaba alguien. Esta prueba me hizo mirar otras fotografías de otros cursos, especialmente de aquellos más recientes. En todas ellas aparecía seria, sin expresión emocional en el rostro. Recordé entonces el estudio científico realizado por Fontaine y otros colegas en el año 2016. Sara podría haber sido víctima del llamado maltrato entre escolares.

Revisé enseguida los sociogramas que realizábamos en el centro cada dos años y, nuevamente, otra evidencia me encaminaba a esa realidad: tenía una posición baja dentro de la jerarquía del aula y así había sido desde su llegada hasta su asesinato. Andersen, junto a sus colaboradores en el año 2015, había encontrado en una rigurosa investigación que esto incrementaba las probabilidades de victimización escolar.

Leí el diario de Sara. Necesitaba conocerla para identificar a la persona que pudiera haberla deseado matar. Allí descubrí que era una persona profundamente creyente y hablaba de un confesor con quien se sentía segura. La única persona en el centro en la que podía confiar. Supe enseguida que se refería al único sacerdote del instituto, mi buen amigo Nicolás. En ese momento confirmé que él no había podido ser el asesino. No encajaba con las pruebas que tenía, con la actitud y sentimientos de la víctima, de Sara. 

Descarté a quienes encajaban en el perfil de víctima agresiva. Suelen ser muy impulsivas e inestables y habrían terminado confesando. Me centré en el perfil de agresor más inteligente, así que reduje la lista de sospechosos a quienes tenían un estatus social elevado en sus respectivas aulas, siguiendo los factores de riesgo identificados por Garandeau, Lee y Salmivalli en el año 2014. Hice entrevistas y sociogramas. Así, observé conductas narcisistas, justificación de los medios por un fin deseado, importancia personal del estatus social en el aula... y otros factores que definían las probabilidades de que alguien fuera maltratador inteligente, psicópata.

Finalmente, me quedaron dos menores. Les pedí que hicieran un dibujo sobre la humanidad. Sabía que quien hubiera asesinado a Sara representaría lo contrario a lo que verdaderamente pensaba: que los seres humanos son indignos de confianza. Era un rasgo muy característico del maquiavelismo que Berger y Caravita, en el 2016, habían identificado en los maltratadores de sus compañeros, ya fueran chicos o chicas. Lo que no me esperaba era el resultado: Marcos dibujó una humanidad dividida por la riqueza, mostrando la realidad de las noticias de televisión y la que vivíamos en el mal llamado primer mundo. Irene, mi querida alumna, quien me ayudaba siempre, sin embargo, dibujó un mundo alegre, utópico, algo que, tras la entrevista clínica que había tenido con ella, sabía que no pensaba.

Aquello me dolió profundamente. Creo que ella lo notó. Quise aguardar antes de hablar con la policía, que aún seguía confiando en mí por el grupo de investigación de criminalidad juvenil al que pertenecí. En los días posteriores observé si había hipocresía, comportamientos medidos y habilidades de manipulación que me convencieran de que realmente había sido ella. Se mostraba sumamente educada con el profesorado, sin embargo, me di cuenta por primera vez de cómo era capaz de convencer al resto del alumnado para conseguir lo que deseaba, ya fuera un cambio de fecha de examen o a dónde ir de excursión. Desde mi despacho se divisaba el patio de recreo y pude ver, con un profundo dolor, cómo modulaba su comportamiento fríamente según estuvieran presentes mis colegas o no. 

Decidí que necesitaba una prueba más, pero ésta no tardó en aparecer ante mí como la más clara evidencia. Observaba el patio desde el despacho mientras le contaba a mi hermano, miembro del cuerpo de policía, las pistas y evidencias que había ido encontrando en mi investigación. No parecía sorprendido hasta llegar al final. 

—¿Y quién es, Mateo? 
—Necesito una prueba más, Marcos —respondí.
—El forense nos ha informado de que quien asesinó a la víctima pudo haberle quitado un zarcillo. Si ha sido así puede estar en la basura o vete a saber dónde... 
—Un zarcillo...

Oímos un grito y ambos contemplamos cómo un grupo de alumnas rodeaba a una chica y la agredía. Irene estaba allí, gritando, animando, guiando la agresión sin participar en ella.

—Cuando regresen del recreo ve a la clase de la víctima. Revisa los estuches, los pendientes que lleven puestos... La asesina lleva el zarcillo como trofeo encima porque es una chica narcisista y psicópata. En ningún momento se esperará que la descubráis así, sobre todo si no ha salido la información que me has dado en prensa.
—No ha salido. He venido en cuanto nos lo han dicho.

Mi hermano llamó a sus compañeras e hicieron el registro sin cuestionar mi palabra, deducción o acotación de sospechosos. Irene, efectivamente, llevaba un zarcillo diferente en cada oreja. Comprobaron que fuera el mismo tipo que el de la víctima, se lo requisaron y se lo llevaron. Estuve presente. Irene ni se inmutó. Simplemente, al pasar por mi lado, me dijo: "soy menor de edad, estaré aquí antes de que te des cuenta".

Los análisis confirmaron que el zarcillo que llevaba Irene era el de Sara. Y, como ella auguró, apenas estuvo unos meses recluida en casa y teniendo que acudir a servicios educativos por ser menor de catorce años.

(María Beltrán Catalán)

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