Aquella tarde había tormenta, así que el pequeño Arturo contemplaba enfurruñado, con el rostro muy cerca del cristal de la ventana, la lluvia y los truenos, la hierba mojada, el columpio empapado y los árboles estremecerse. -¿No te gusta el agua, Arturo? -preguntó con dulzura maternal su abuela, doña Josefa. -Así no se puede salir a jugar -se quejó, girándose para mirar a su abuela. Vestía con un delantal nuevo que le habían regalado por su cumpleaños número ochenta y llevaba magdalenas recién hechas en una bandeja. Olían muy bien. -¿Las de limón? -Así es, tus favoritas. -¡Bien! Doña Josefa sonrió. Su nieto era un chico alegre, feliz con cualquier detalle pequeño, pero como todos los niños, también tenía facilidad para enfadarse o entristecerse. -¿Sabes, Arturo? Hay algo muy importante, lo más importante del mundo -empezó ella, sentándose junto a su nieto y colocando la bandeja en la mesa. -Y ese algo, lo he escondido en un sobre. Oculto, porque es...
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