El sol de media tarde acariciaba los cultivos que reposaban alrededor de la casa. Dos amigos, Víctor y Luis, picoteaban algunos frutos secos y, tras una larga conversación sobre asuntos laborales o desencuentros con otras personas, comentaban entre sí, ya más relajadamente:
—¿Viste los pájaros negros viniendo hacia aquí? En el agua estancada que ha dejado la lluvia de estas semanas, junto al camino.
—No, no me he fijado —respondió Luis apagando su quinto cigarrillo.— Por cierto, ¿dónde está Rosaura? Siempre llega tarde.
Rosaura iba en coche con Marisa, charlando sobre lo agradable de que, tras tres semanas de intensas borrascas, hubiera salido el sol. El estado de ánimo también era diferente cuando de días oscuros aparecían aquellos más luminosos.
—¡Para, para, para! ¡Mira!
Marisa se asustó, frenó de manera algo brusca, y miró con desaprobación a su amiga. Ella, en cambio, no se percató de ello: miraba con la ilusión de un niño de cinco años a través de la ventana del vehículo.—El agua que ha caído en estos días ha renacido el río y creado estanques. Estas aves no las había visto antes aquí.
—Son negras, qué raras. —Observó Marisa.
—Fíjate bien, tienen reflejos rojizos y verdes cuando les da la luz del sol. Son preciosas. —Rosaura estaba realmente embobada con el espectáculo.
—¡Es verdad!
Ambas bajaron del coche y se deleitaron con el paisaje. Entre el piar de otras criaturas, como gorriones, verdecillos y jilgueros, pudieron escuchar el graznido de una de esas aves negras con destellos de colores. El sonido era ronco y suave a la vez. Probablemente lo motivó la presencia de las dos amigas en medio de su búsqueda de alimento. No obstante, el resto del grupo parecía estar demasiado ocupado en esa tarea, sumergiendo el pico largo, fino y curvo en el agua.
—¿Qué aves serán? —Se preguntó en voz alta Marisa, quizá más elevada de lo que le habría gustado. De hecho, estas echaron a volar.
Las amigas contemplaron al grupo alzar el vuelo y alejarse. Lo hacían como grullas, agrupadas y formando la letra uve en su formación.
—No están en mi libro de aves, así que de todas las propuestas que me lanza la inteligencia artificial, solo me encaja el morito común. Voy a comprobarlo, espera.
Marisa sonrió. Con Rosaura siempre se aprendía algo nuevo.
—¡Sí! ¡Mira!
—Confirmado entonces.
Al parecer, es el único Ibis que puede verse ocasionalmente en la Península Ibérica. Son tan silenciosos que no es raro que pasen desapercibidos para transeúntes distraídos. Ellas, en cambio, habían escuchado su voz, contemplado su movimiento en el agua buscando alimento y visto el vuelo tranquilo, elegante y coordinado de los moritos comunes, del Ibis Plegadis falcinellus.Las amigas volvieron al coche y retomaron el viaje. Pronto llegaron a la casa de Víctor, ubicada en medio de naranjos, almendros y otros árboles hermosos en apariencia y aroma. Marisa siempre se lamentaba de que la alergia no le permitiera disfrutar como querría de aquellos olores.
—¿Habéis visto esos pájaros negros del camino? —Preguntó Víctor tras servirle una bebida a las recién llegadas.
—¡Son moritos comunes! —Exclamó con alegría Rosaura.— Están normalmente en humedales y ríos, por eso no es fácil verlas aquí, sino más bien en la zona de Europa del Este que en España si no es por su migración. Si no fuera por los cambios que ha dejado la lluvia en el paisaje, probablemente tampoco las habríamos visto este año.
Marisa se divertía con la conversación. Un respiro de vida en medio del ajetreo de trabajo u otras preocupaciones. Luis, en cambio, se lamentaba internamente de que no le quedaran cigarrillos, tanto que lo comprobó varias veces hasta aceptarlo.
—No entiendo tanto interés por un pájaro —refunfuñó.— Mañana tengo que entregar unos informes. A veces pienso que debería dejar el trabajo.
—Mañana, Luis. Hoy estás aquí y están ocurriendo otras experiencias. Permítete vivirlas.
—Ya se te está pegando el rollo zen de Rosaura.
Marisa sonrió y volvió la atención de nuevo a Víctor y su amiga. Ahora hablaban de otras especies que parecían similares pero no lo eran, y lo interesante de diferenciarlas.
Suspiró y miró al lado, sin dejar de escuchar, sorprendiéndose al observar una lavandera blanca picoteando el suelo. ¡La había visto, y la había sabido identificar!
—Sí, igual se me está pegando ese rollo zen de Rosaura —dijo con una sonrisa.
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